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Antes del amanecer
Relato publicado en la antología de varios autores (Per)Versiones: Monstruos de la Literatura (2012, Sedice). Basado en Las Mil y Una Noches (de Abu abd-Allah Muhammed el-Gahshigar).

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Al llegar la noche, el gran visir condujo a Scherezada a palacio y se retiró una vez la hubo dejado en el aposento del sultán. La quietud nocturna era paradisíaca, el clima se había tornado fresco, las estrellas brillaban en el cielo y a lo largo de la avenida de los jardines principales, las palmeras se mecían con la gracia de una bailarina.

Sin embargo, el gran visir distaba mucho de sentir aquel bienestar. Con el corazón atribulado, dejaba a sus hijas a cargo del sultán y su sombría decisión. No le achacaba ninguna culpa, pues había sido él mismo quien le había ofrecido a su hija por esposa, pero de igual manera temía la llegada de la mañana y el terrible suceso que habría de acompañarla.

—¿Me ofreces a tu hija por esposa?— le había preguntado Schahriar el Grande, mirándolo entre asombrado y compasivo, con aquella mirada oscura, intensa, que intimidaba siempre a poderosos y humildes— ¿Acaso debo entender de tu petición que incluyes a tu descendencia entre los infectos seres que hemos de aniquilar para nuestra paz? ¿O lo haces por otros oscuros motivos que quizá me ocultas?

—No, mi gran señor, jamás os ocultaría yo el mínimo hecho que pudiera concernir a vuestra sabiduría— replicó entonces el gran visir, tan entristecido como sólo un padre abnegado podía llegar a estar, sabiendo la suerte infame que a su hija aguardaba—. Pero no he sido yo quien ha insistido en solicitaros unir vuestro linaje insigne al mío, tan humilde, sino mi propia hija quien lo ha querido. La triste suerte que la espera no la espanta y prefiere a su vida el honor de ser una sola noche esposa vuestra.

—Ella lo ha querido, ella misma…— murmuró el sultán mirando a su súbdito con ojos suspicaces— Algo extraño acontece. De todas maneras, afila tu espada argéntea, pues como sabes, será preciso tu pulso firme para ultimar a tu propia hija.

El gran visir había asentido con profunda tristeza y ahora que arrastraba sus viejos pies por la larga avenida del jardín, sabía que la noche por venir sería la más larga de su vida.

Entretanto, Scharhriar se preparaba para entrar en sus aposentos, listo para enfrentar la visión más dulce y a la vez terrorífica que había aceptado afrontar noche tras noche: la de una nueva esposa, doncella y posiblemente hermosa, joven y delicada, quien después de ser poseída por su egregio marido y hecha mujer, habría de encontrar la muerte antes del despuntar de un nuevo día. Veinte doncellas habían pasado por aquellos ricos aposentos durante un mes, y veinte habían muerto decapitadas tras el transcurso de su noche de bodas. En veinte familias, los gemidos y las lamentaciones eran abismales, en el país el terror cundía por cada rincón y en su propio corazón, el sultán debía callar las voces del horror. Su propia esposa original, la bellísima sultana con quien había compartido casi una década de cariños, había sido la primera en morir, pero su muerte no había traído la paz que tanto él como sus súbditos ansiaban y ahora él debía continuar con aquella cadena de sacrificios.

Scherezada aguardaba de pie en medio de su lujosísimo aposento nupcial. Vestida con delicadas prendas de fino corte, y cubierto su rostro por un velo ligero, parecía la encarnación de la esposa sumisa y discreta, perfecta en todo orden y sentido, sin sombra de perversión posible. El sultán la miró con tranquila expresión, sonriendo incluso, y luego procedió junto con ella a la ceremonia según la cual se convertiría en su esposa.

Al término de los protocolos, cuando Scharhriar se vio solo con su nueva esposa, le ordenó con calma que se retirase los velos, orden que la joven cumplió en seguida. El sultán quedó entonces prendado. ¡Era bellísima! Mucho más que cualquiera de las otras mujeres que habían cruzado por aquella habitación, incluso más que la sultana original.

Sin embargo, no podría echarse atrás en su implacable resolución. Un error y el país entero se vería sumido en una masacre de horrores sin fin. Por tanto, alejando de sí pensamientos distractores, advirtió que la joven lloraba en silencio.

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