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Camino perdido
Relato publicado en la antología de varios autores (Per)Versiones: Misterios sin resolver (2013, Sedice). Basado en la figura legendaria del conde de Saint Germain.

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Relato inspirado en la extraña figura del Conde de Saint Germain,
que supuestamente vivió entre 1694/96 hasta 1784, cuando se dio
por “oficialmente muerto”, aunque se sabe que fue visto después
durante los años de la Rev. Francesa. Fue viajero, explorador,
cortesano. Se cree que fue masón, que tuvo romances con mujeres
de la nobleza europea y que era conocedor de antiguos y extraños
misterios de la Humanidad. Algunos creyentes piensan que no ha muerto
aún y que sigue entre nosotros.


Transilvania, 1694 d.C.

La lluvia caía sobre la montaña. Los relámpagos iluminaban la noche, pero su fugaz luminosidad se diluía en la negrura. Los viajeros, empapados hasta los huesos, se detuvieron en lo alto de la colina que acababan de conquistar y atisbaron una cabaña perdida en medio de la nada, en cuyo interior se evidenciaba presencia humana.

Sonriendo, el hombre avanzó hacia la cabaña, mientras la niña, desvalida, intentaba alcanzar su paso. Estaba mojada, pero no gemía, ni siquiera balbuceaba. Sus pasos eran resueltos, aunque cortos; sus ademanes decididos, aunque torpes, mientras el hombre se doblaba sobre sí mismo a cada instante y por momentos la tos amenazaba con desmoronarlo.

Ambos alcanzaron la puerta de la cabaña. La lluvia arreciaba y el viento doblaba las copas de los árboles, pero la niña se aferró con fuerza a la pierna masculina, mientras él golpeaba la puerta con desesperación.

Nadie contestaba.

—¡Abrid, os lo suplico!— exclamó el hombre con voz ronca— ¡Nos morimos de frío! ¡Por piedad!

No hubo respuesta. El hombre gimió, impotente, mientras otro acceso de tos desbarató su precaria firmeza, y la niña, aún aferrada a su pierna, lo miraba con tristeza.

Por un momento, el silbido del viento se convirtió en rugido y la lluvia azotó sus capas empapadas. No había más sonidos en el exterior que la furia de la tormenta, pero en el interior advirtieron el sonido de pasos inciertos, de alguien que pugnaba por vencer su miedo al mismo tiempo que temía ser objeto de algún atentado traicionero.

El hombre volvió a tocar, pero agobiado ya por las penas y la debilidad, hubo de hincarse al lado de la pequeña y apoyarse en la puerta para no caer, mientras apenas resistía. La niña lo miraba con ojos cargados de pena. No eran ojos de niña, aunque su cuerpo lo fuera, y en su tristeza se adivinaba la comprensión de un futuro incierto.

Cuando la puerta se abrió, el hombre yacía sobre los maderos del porche, y la niña acariciaba su cabello escaso con una manita cariñosa y en extremo delgada. La mujer que se perfiló en el umbral la miró espantada, y al momento se arrodilló al lado del caído. Otra mujer, mucho mayor, se asomó tras ella con el rostro compungido y los ojos agudos, y denegó en silencio con la cabeza.

—No pierdas tu tiempo, Ilona— dijo con la voz gastada por los años y los pesares—. Ha muerto.
Ilona, dueña de una larga trenza y cubierto su vestido con un delantal, asentía, mientras tomaba con manos temblorosas a la niña.

—Cielos, mi pequeña— susurró en tono apesadumbrado— ¿Era tu padre?

La niña asintió en silencio, mirándola con aquellos inmensos ojos azules, límpidos y a la vez, profundos. La mujer suspiró, como si la comprendiera, y al instante entró a la niña y arrastró como mejor pudo el cuerpo inerte del difunto hacia el interior. La anciana cerró la puerta y los sonidos de la tormenta se transformaron en ecos furiosos pero lejanos.

—¿Qué haremos, madre?— murmuró Ilona, contemplando con desconcierto al muerto— No podemos dejarlo aquí.

—Mañana buscaremos al sacerdote— dijo la anciana en tono grave—. Él sabrá qué conviene. Pero la niña…

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