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El precio de la eternidad

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Estaba en la cocina, mirando por la ventana. La tarde caía… Era la hora de los muertos… El fantasma vagaba ya por las frías riberas asesinas… Batista sonrió desdeñoso, mientras tomaba un trozo de pan recién horneado, reservado para aquel momento.

—Buen pan casero— dijo entonces una voz de hombre a su espalda—. Recuerdo con nostalgia las tardes que pasaba en mi hacienda disfrutando de cafés como ese y de un pan tan delicioso como el que usted ha tomado.

A Batista se le erizaron todos los vellos de la nuca. No había oído que la puerta se abriera, sentía un frío helado recorrer su columna vertebral y hacía al menos unos 50 años que no oía esa voz más que en su memoria… El otro emitió un suspiro.

—No se inquiete, mi apreciado señor juez— dijo—. En verdad necesito su ayuda. ¡Quién iba a decir lo señorial que se volvería cuando lo veía jugando en el campo!

Una risita de anciano lo sacudió y Batista, luchando con su incredulidad y su miedo repentino, se dio la vuelta lentamente.

Don Rufino Solera estaba sentado a la mesa de su cocina, iluminado por los últimos rayos de sol de una tarde de diciembre agonizante. No era difuso ni blanquecino. Vestía con sus ricas ropas de antaño y hasta sus zapatos se veían lustrosos. Su blanca cabellera era escasa y sólo sus ojos se veían apagados. Tal como había sido por última vez cuando estaba vivo.

—Esto es ridículo— dijo de pronto el jurisconsulto sacudiendo la cabeza—. Me estoy imaginando cosas.

—¿Se refiere a mí?— contestó el fantasma, con su voz normal (nada de sonidos cavernosos de ultratumba o similares)— Pues, no, mi estimado señor juez. Soy tan real como la taza que lleva en la mano. Admito que no debería estar en su cocina, pero mis tribulaciones me han llevado a la desesperación. Creo que es usted la única persona que puede ayudarme.

Batista se sentó despacio en una silla y con extraña parsimonia colocó la taza en la mesa. Intentaba aparentar que no sucedía nada fuera de lo común y hasta el momento lo estaba logrando.

—Bien— dijo lentamente—. ¿Podría ser más… explícito?

—¿Sabe cuánto cuesta la eternidad?— le preguntó Solera como si estuviera hablando de negocios de oficina.

Batista denegó con la cabeza.

—Pues cuesta exactamente la verdad— le dijo Solera con una mueca.

Batista lo miró sin entender. Era todo tan irreal que hasta le parecía familiar.

—Aclaro— anunció Solera arrellanándose en la silla como si todos los días lo visitara—. Me aproveché de la hazaña generosa de otro cristiano, nunca otorgué el mérito a quien debía y ni siquiera me preocupé por salvarlo de la muerte. El resultado es que él descansa en su sueño eterno, feliz por siempre jamás, lo mismo que su abnegada y leal esposa, que nunca creyó en mí, mientras que yo estoy condenado a vagar por esta tierra mientras no repare mi crimen. Mi eternidad es angustiosa…

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