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El precio de la eternidad

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Batista lo miraba aturdido. ¿El fantasma estaba explicándole por qué vagaba por ahí?

—Y… y… ¿y por qué yo?— musitó.

—Porque usted es el adalid de la verdad, hombre— le dijo Solera frunciendo el ceño, lo que hizo estremecer a su interlocutor—. Hechos, pruebas, justicia. Es su especialidad. Nunca me admiró, nunca creyó en las habladurías que señalaban a Gonzalo Casas como un fugitivo, nunca aceptó mi penar tras la muerte. Puede entonces conseguirme la eternidad verdadera, la del descanso que añoro y por el que sufro. Le pido, le exijo incluso, que diga por mí la verdad: ¡que presencié cómo Casas salvaba a la mujer con su hijo, cómo intentaba revivirla, cómo al lograrlo corrió al río, para traerle agua, cómo tropezó malamente y cayó al agua, donde se ahogó por su inconsciencia! Ella permanecía desmayada y yo aproveché la coyuntura. ¡Él, no yo, fue el verdadero héroe aquel día!

—¿Usted no lo ayudó?— preguntó Batista de pronto sin temor, con la mirada cargada de censuras, sin sorprenderse con aquella extraña confesión.

Solera contrajo dolorosamente su expresión.

—Necesitaba dinero y la había reconocido— explicó—. Era de una familia generosa. Me daría algún reconocimiento, estaba seguro. Y Casas se habría gastado el dinero en bebida. ¡Jamás pensé que me daría tanto! ¿Cómo iba a desdecirme entonces? Intenté reparar el daño con la viuda, pero la mujer me miraba como a un criminal… Nunca le conté la verdad, aunque supongo que la intuía…

—Tenía razón— dijo Batista en tono justiciero, irguiéndose como en los tiempos de su magistratura—. Dejó morir a un buen hombre y sobre una mentira monstruosa cimentó una vida regalada de fama y fortuna. ¿Y ahora sufre por la eternidad? Gonzalo Casas se ganó el derecho a la beatitud, su mujer a la santidad y usted tiene muy bien merecida su eterna condena. No pienso mover un dedo por ayudarlo. Casas no necesita de mis oficios, ni le importa. Es mi sentencia.

Solera se irguió cuan largo era y aún creció más y más en medio de un rojizo resplandor que ocultó la tarde que moría.

—¡Te ganas mi cólera, Batista, y mi eterna persecución implacable, te lo advierto!

El jurisconsulto, armado una vez más con el conocimiento de la verdad y con la seguridad que le proporcionaban sus decisiones en materia de justicia, levantó indiferente su café, inclinó la vista sobre su libro, y sin mirarlo, murmuró con frialdad:

—Yo no creo en fantasmas.

Solera lo miró un instante. Luego, se desvaneció en silencio.

La noche cayó sobre la casa. En su imperturbable vivir, el viejo juez disfrutó de su lectura y de su cena, así como de la satisfacción de solucionar un caso antiguo. Mientras, en el pueblo la gente no dejaba de murmurar que Rufino Solera recorría su camino año tras año, década tras década, en un paseo eterno, infinito.

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