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Eterna ensoñación
Relato publicado en la antología de varios autores (Per)Versiones: Cuentos populares (2010, Sedice). Basado en el cuento de hadas La Bella Durmiente.

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“El Balcón de los Deseos” se hallaba en la torre más alta y olvidada del castillo. Aunque disponía de extensos aposentos y jardines privados, Doraida también consideraba como propia aquella torre, la cual había sido abandonada decenios atrás por haber albergado hasta su muerte al último rey de una atribulada dinastía. Los sirvientes creían que el fantasma del susodicho soberano recorría sus pasillos superiores y se detenía en un balcón abierto en lo más alto de la torre, donde se hallaba su habitación. La princesa había descubierto un oscuro pasaje olvidado para llegar allí, el cual subía por una retorcida escalera siempre sumida en penumbra, cuyos desgastados escalones pétreos daban la vuelta a la torre y desembocaban en una puerta de madera que se abría fácilmente con un empujón. Doraida había decidido que el balcón era “romántico”, ideal para formular deseos alocados. A sus cinco damas no les había parecido ni tan romántico ni tan especial, sólo polvoriento e incómodo, pero no contradecían a la princesa y así lo habían dejado. Nada habían comentado sobre aquel lugar secreto e incluso habían ayudado a la princesa a alcanzar las raras florecillas producidas por una vieja enredadera extendida hasta el balcón.

Marguerite se dirigió entonces rumbo a la torre. Nadie la detuvo ni se interesó por ella, por lo cual estuvo en la escalera oscura y polvorienta en pocos minutos. Al mirar hacia arriba sintió un escalofrío. En aquella soledad no lograba escuchar el bullicio de los preparativos para la fiesta, lo que volvía opresivo tanto silencio. Nunca había estado sola en aquel lugar y por primera vez pensó en el fantasma.

—¡Tonterías! —susurró con una sonrisa nerviosa, mientras subía veloz por la escalera—. Suficiente es una maldición para que también me preocupe por fantasmas…

No se sentía valiente, pero jamás había sido cobarde. Cuando temió sentirse más oprimida por la oscuridad y el miedo, recordó la sonrisa encantadora del apuesto Arnaldo, la posibilidad de bailar al menos un momento entre sus brazos, y las celebraciones posteriores al atardecer, cuando Doraida cumpliera sus dieciséis años y venciera la maldición.

—Arnaldo, Arnaldo, Arnaldo… —susurraba, mientras subía cada escalón con el corazón en la boca. ¡Qué oscura, qué silenciosa era aquella ominosa escalera! ¡Cuán larga se hacía, cuán distante estaba la habitación solitaria del viejo rey!

De pronto, como surgida de sus más profundos deseos, apareció la puerta que daba acceso a la recámara secreta. Marguerite suspiró de alivio, mientras le daba un empujón y entraba a la estancia. Ésta permanecía silenciosa, pero el balcón daba paso a la luz de la tarde y a la fresca brisa primaveral. Allí no se respiraba opresión ni temor, y el silencio era bienvenido.

Marguerite sonrió satisfecha al contemplar las florecillas creciendo luminosas en la enredadera del barandal, y tarareando una canción alegre, recogió varias de ellas. Pensaba en lo raras que eran y cuán bien le sentarían a Doraida en su vestido de fiesta. ¿Le permitiría la princesa usar alguna en su propio vestido? Quizá, si se portaba bien y no osaba contradecirla…

Un soplo de brisa acarició su bonito rostro simpático y la hizo sonreír con ilusión… Recordaba el día que había llegado al castillo, un año atrás. La reina deseaba rodear a su hija de alegres damas de compañía, de su misma edad, hermosas y finas como ella. Nadie igualaba, naturalmente, la belleza superlativa de la princesa, pero sí que había jóvenes bien parecidas entre la nobleza, adecuadas para hacerle compañía. Marguerite había sido escogida entre ellas.

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