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Eterna ensoñación
Relato publicado en la antología de varios autores (Per)Versiones: Cuentos populares (2010, Sedice). Basado en el cuento de hadas La Bella Durmiente.

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El castillo bullía de actividad, anticipándose a la celebración de aquella noche especial. Los sirvientes inundaban las dependencias de cocinas y despensas, mientras se ocupaban de lustrar muebles y joyería, de fregar pisos y escalinatas, y de adornar los jardines con luces multicolores.

Marguerite caminaba con un enorme ramo de flores hacia uno de los salones, pensando ilusionada en aquella noche. Vendría Arnaldo, lo cual convertiría la velada en un momento mágico, y al mismo tiempo ella, al igual que la princesa, alcanzaría sus dieciséis años, tan esperados y añorados como temidos. No por la maldición, no en su caso, por supuesto, sino porque sería el momento en que debería recibir los primeros pretendientes de su vida.

Un pequeño sirviente pasó veloz a su lado, pero la joven, acostumbrada a aquella febril actividad siempre entorno a la princesa Doraida, no se inmutó. Llegaba ya al salón principal, mientras se entretenía soñando con los varoniles rasgos del príncipe Arnaldo y su encantadora sonrisa. No esperaba que él la pretendiera, por supuesto, no a una simple dama de compañía, pero sólo escucharlo y entablar con él alguna charla ocasional le hacía la vida llevadera. Quizá, pensaba, algún pretendiente verdadero fuera la mitad de gallardo que el príncipe, y fuese en verdad su futuro y su felicidad…

En el salón se encontraba la reina, observando con espíritu crítico las decoraciones para el baile, a su lado la princesa Doraida, tan hermosa como una mañana de primavera, jugueteando con una flor que habría tomado de los muchos ramilletes del salón. Marguerite colocó su ramo en una de las mesas y se acercó a su soberana con las manos unidas al frente y la vista humilde. Siempre miraba a la princesa con asombro de su belleza y aunque llevaba un año a su servicio, no se cansaba de admirarla en silencio.

Doraida, sin embargo, no le concedió su atención. Parecía sumergida en lúgubres pensamientos, como si le hubiese sido denegado alguno de sus múltiples caprichos. Marguerite suponía que la reina le habría prohibido visitar el bosque, algo que la princesa solía hacer, o quizá le habría ordenado practicar sus pasos de baile otra vez. Doraida poseía la belleza de las hadas y la voz cantarina de los ruiseñores, pero bailaba con torpeza, y Su Majestad no deseaba que hiciera el ridículo la noche en que alcanzaría la edad casadera.

—¡Marguerite! —exclamó entonces la princesa, al advertir a su dama por primera vez —¡Qué bien!

La aludida sonrió con desgana. Anticipaba alguna petición absurda y acertó.

—Tengo un encargo para ti —susurró Doraida. Sus cabellos dorados como el sol cayeron sobre sus hombros exquisitos mientras en sus labios perfectos se dibujaba una sonrisa satisfecha —. Mi vestido no estará perfecto sin las flores del balcón de los deseos. Tráeme un ramillete fresco ahora mismo.

Marguerite hizo una reverencia respetuosa, asintiendo, y sin ser advertida por la reina, se retiró del salón fastidiada, pues habría preferido regresar a su recámara para escoger su propio atuendo y ensayar otra vez los bailes escogidos para la noche. Sin embargo, una dama de compañía no desobedecía a su señora, por lo que decidió cumplir el encargo con rapidez para tener el tiempo suficiente de finiquitar sus propios proyectos. La ilusión del baile de los dieciséis años de Doraida era también su ilusión, y el deseo de encontrarse al príncipe Arnaldo y quizá bailar alguna pieza con él, aceleraba su corazón.

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