Misión inconclusa
Cuento publicado en la
antología de ciencia ficción, fantasía y terror ¡Jodido lunes! (2008, Lulu
& Bubok).
Al son incesante de la alarma de su reloj, Gabriela no tuvo más remedio que
incorporarse. Era consciente de la llegada de la mañana, del deber impostergable de
presentarse en su trabajo y de la terrible somnolencia que la dominaba. Por quinta noche
consecutiva, no había podido dormir bien, y aunque por un momento temió no poder
siquiera calzarse las pantuflas, cuando se dio cuenta había llegado al cuarto de baño.
¡Qué aspecto! El largo cabello desordenado, ojeras oscuras bajo los ojos,
rostro ajado por el cansancio. Lo último que podía esperarse de una brillante ejecutiva
en su primer puesto de responsabilidad.
Mientras se duchaba, se frotó las manos, las piernas, el cuello. Necesitaba
abandonar aquella extraña sensación de fatiga que la acometía. ¡Qué pesadillas tan
extrañas! Sudaba frío, se despertaba a cada instante, la atacaba el insomnio, y luego,
una pesadez asombrosa, más pesadillas, inquietud inexplicable y un cansancio abrumador
por la mañana.
Jamás había padecido de mal dormir, hasta donde le era posible recordar. Ni
siquiera cuando miraba películas de horror o cuando leía alguna novela sobre la guerra o
sobre las torturas durante un cautiverio. Solía permanecer impasible ante semejantes
señales del dolor humano y tan sólo se conmovía con actos que trascendían el común
comportamiento egoísta de sus congéneres. Pero ni siquiera había sabido de ninguna
acción heroica en los últimos meses, ni tampoco frecuentaba películas de horror. Lo
único nuevo que había sobrevenido en su vida era el inicio de un nuevo trabajo. ¿Sería
alguna oscura señal psicológica de rechazo al nuevo puesto? Un psiquiatra podría
adornar de palabras técnicas dicha hipótesis, pero ella no frecuentaba ni psiquiatras ni
psicólogos ni a nadie que se les pareciera.
Diciéndose entonces que era inútil darle más vueltas al problema, se
dedicó a su rutina diaria con aire estoico. De esta manera, considerablemente más
presentable, con el cabello dorado recogido en lo alto, un maquillaje estratégico bajo
los ojos que disimulaba sus ojeras y un traje sastre de magnífica elegancia, Gabriela
salió de su apartamento unos treinta minutos más tarde, dispuesta a enfrentar el nuevo
día.
Saludó a su vecino del frente, un hombre calvo de caminar solemne, e hizo lo
propio con el portero del edificio, que parecía muy complacido con su diario matutino.
Ninguno parecía notar su cansancio, lo cual advirtió también cuando entró a su
edificio de oficinas tres cuartos de hora después. El tránsito había estado normal
atestado, bullicioso, insoportable, el estacionamiento casi vacío, y las
chicas de la recepción parecían tan aburridas como siempre. Ninguna le dedicó una
segunda mirada y ella continuó su camino hacia la oficina.
Al entrar al elevador tuvo la extraña sensación de que todo aquello ya lo
había vivido, pero de forma más lenta. Sí, en una de sus pesadillas. Salía de su
apartamento y trataba de llegar a su oficina, pero su auto desaparecía y su vecino del
frente gritaba desesperado que no era momento de morir. Luego, el choque. Ella corría
hacia la recepción y en lugar de la chica de siempre se encontraba con un hombrecillo
retorcido y burlón que le decía con voz cavernosa:
Demasiado tarde.
Y se reía. El sueño variaba en aquel punto. Se sumergía entonces en un
hoyo profundo y oscuro, habitado por criaturas malignas, que sin embargo, se abstenían de
tocarla. Ella sabía que debía hundirse, lo más profundamente posible, pues tenía que
recuperar algo que había perdido. La angustia se debía en parte a que no sabía de qué
se trataba.
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