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Por siempre otro
Relato incluido entre los mejores relatos fantásticos del 2007 en la antología española Fabricantes de Sueños 2008 y publicado en la colección Por siempre otro y otros relatos (2007, Leer-E).

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Animus in consulendo liber…

De pie, en medio de un hermoso campo verde cubierto de arbustos ornamentales y lápidas espectaculares de piedra genuina, siento cómo el viento golpea mi rostro y percibo el sutil descenso de temperatura que anuncia la llegada del ocaso. Frente a mis ojos se extiende una sencilla losa blanca sobre cuya superficie está escrito el nombre de un gran científico fallecido tiempo atrás, debajo del que se lee un sencillo epitafio: El hijo que no morirá.

Suspiro. La pequeña oración que proclama el amor por el hijo que ha partido me golpea directo en el corazón, como si me recordase con cada giro sutil de sus letras la agobiante situación familiar en la que me hallo y de la que no puedo ni siquiera considerarme responsable. No me estremezco. Tampoco lo envidio. Era un hombre insigne, que a su vez contó con la suerte de verse rodeado de una familia unida y amorosa. No sería justo que mis oscuridades me hicieran considerarlo con sentimientos hostiles. Vivió su vida y fue grande. Yo… sólo siento tristeza de mí mismo y de mi futuro, porque el pasado ni siquiera me pertenece.

Los árboles que bordean el camino que me ha conducido hasta aquí se estremecen con el soplo de la fuerte brisa de la tarde y amortiguan los sonidos de la ciudad, tan ajena a este ámbito de paz. Más lápidas se extienden a los lados del sendero, separadas unas de otras por hermosos parterres de flores blancas, rodeadas de ofrendas y recordatorios de familiares y admiradores de los muertos que descansan su último sueño en este cementerio.

Sonrío al recordar de pronto los parques de mi niñez. Hacía mucho tiempo que nuestras ciudades habían dejado de ser aquellos nichos de contaminación y concreto que afeaban el paisaje y mataban a sus habitantes poco a poco con nubes de gases tóxicos y ruidos infernales. Avanzamos notablemente en este nuevo siglo de prosperidad, pues limpiamos las urbes, embellecimos los paisajes y devolvimos a la naturaleza gran parte de su antiguo esplendor. Pero aún así, los parques seguían siendo los verdaderos refugios de la paz y la beatitud de una natura controlada, el centro informal de reuniones sociales ocasionales, el campo de ejercicio de atletas aficionados y el lugar favorito de los juegos infantiles. Solía, pues, ir con mi madre a aquellos parques, y era pequeño de verdad cuando en uno de ellos vi un perro grande por primera vez. Corría detrás de una pelota lanzada por su amo. Era fuerte, de pelaje dorado que brillaba bajo el sol, alegre en su carrera.

—¡Yo quiero uno!— exclamé entonces, señalando al animal. Me levanté de la caja de arena y corrí hacia el lugar donde mi madre charlaba con otras mujeres, sentadas todas en los escanios de granito del borde del sendero.

—Aún eres muy pequeño, Andresito— me dijo ella con una sonrisa, con esa mirada intensa que solía prodigarme—. Pero no te preocupes: cuando alcances la edad te daré uno. Lo prometo.

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Copyright Laura Quijano