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¿Tú también, hijo mío?
Relato publicado en la antología de varios autores (Per)Versiones: Historia (2010, Sedice). Basado en el asesinato de Cayo Julio César.

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Roma, 44 a. C.

La noche había caído sobre la ciudad. En la mayoría de los hogares, los ciudadanos se entregaban al descanso, mientras sombras furtivas se deslizaban por las sucias calles de los barrios bajos, y escenas de violencia se suscitaban en los márgenes del río.

La anciana recorrió una de las callejuelas más oscuras, sin titubeos ni cobardías, y pronto remontó su camino hacia las zonas más ricas, donde un hombre envuelto en una espesa capa aguardaba su llegada en silencio. La mujer también se cubría con una larga capa, de basta hechura, pero algo en su andar parecía indicar que no pertenecía –o no había pertenecido quizá— a la plebe y que en su vida había encontrado alguna clase de instrucción superior muy distinta.

—Sígueme— le dijo el hombre sin preámbulos. Dándose la vuelta, se internó por una vía empedrada, de perfecta mampostería, y la anciana lo obedeció. El viaje se desarrolló en completo silencio, siempre amparados por la oscuridad, en preferencia por calles estrechas y laterales antes que por las principales.

Finalmente, ambos llegaron a una vieja zona de la ciudad, donde se erigía un antiguo templo, rodeado por un jardín. El hombre se detuvo abruptamente junto a la entrada del muro medio derruido que aún rodeaba el jardín y se volvió hacia la anciana con el ceño fruncido. Ésta, sin acusar su mirada endurecida, sabedora de su misión, asintió y entró al jardín, sola.

No quería revelar su inquietud. Era una noche oscura, de malos presagios, pero había dado su palabra y su propia vida podía depender de aquella noche. Lo único que necesitaba eran sus antiguos talentos como sibila, y convencer a César de que acudiera al Senado tal como había sido proyectado por los conspiradores. Hacerlo desistir de su proyectada fuga hacia el campo donde Antonio aún conservaba la legión.

César era un hombre agudo… ¿cómo podría ella librar aquella lucha extraña? ¿Cómo persuadir al hombre más poderoso de Roma, al mejor general de su tiempo? Aspirando el aire frío de aquella noche de marzo, sólo pudo rendir una plegaria íntima a sus dioses y confiar en que ellos podrían dictarle las palabras que tanto precisaba.

—Sibila— dijo entonces la voz clara e inconfundible de Julio César.

No estaba en el interior del templo, antes bien se había sentado en el borde de una fuente seca bajo un hermoso cerezo y la miraba con una media sonrisa, quizá burlona, quizá curiosa, que no hizo sentir mejor a la anciana. Aparentemente se hallaba solo, aunque bien podrían algunos de sus hombres estar apostados entre los árboles del jardín.

—Me dijeron que habías visto mi futuro— continuó el gran hombre, sin levantarse, mientras la mujer se acercaba con el paso firme y el corazón tembloroso—. Que eres capaz de predecir con exactitud mi suerte, por oscura que sea, aún mejor que un augur o incluso que la pitonisa de Delfos.

La anciana aspiró hondo y asintió. En realidad, había pasado muchos años desde que intentara ser elegida para el Oráculo, allá en su natal Grecia, cuando creía que el favor de los dioses estaba con ella, pero la vida se había tornado ingrata y sus viejos huesos aún se resentían de un destino plagado de dolores y castigos. En Roma no había tenido mejor suerte hasta que había logrado convencer a algunos campesinos de que podía leer el tiempo y hacerles conservar sus cosechas. Lo había logrado, pero no por sus poderes de vidente, que había reconocido para sus adentros no tenía, sino por su aguda observación de los cielos y sus vastos conocimientos al respecto, obtenidos de la vida misma. Tras la guerra civil, un destino cruel se cernía sobre su vida y dado que los conspiradores le habían prometido alguna recompensa, se había lanzado a formular la única predicción política de su vida.

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