Sueño profundo (I parte)
Relato finalista en el XXI Certamen Alberto Magno de Ciencia Ficción 2009 (UPV,
España), y publicado en NGC 3660 (abril, 2010).
La cápsula de vida estaba, en efecto, intacta. Un túnel abierto en la roca
guiaba hasta la entrada, que los visitantes abrieron al accionar los controles desplegados
a un lado de la pesada puerta de acceso principal. Luego de unos minutos, se hallaban en
un interior vacío y oscuro.
Obstinados, revisaron los cinco compartimentos del refugio. Los depósitos de alimento y
los tanques suplementarios de oxígeno, parecían nuevos, sin uso. El sistema de vida
funcionaba con normalidad, pero no parecía haber sido aprovechado por nadie en los
últimos años.
De pronto, sin embargo, justo antes de perder la esperanza, uno de los
exploradores encontró a quienes parecían haber sobrevivido a la terrible explosión: en
una litera especial de soporte de vida yacía un hombre, vestido con un traje espacial de
rutina, de los diseñados para recorrer el satélite, y en otra, mucho más sencilla, un
robot de aspecto humanoide, sin traje ni adornos.
Un científico y un robot. Y el silencio de un escenario surrealista.
El científico estaba vivo, pero inconsciente, escasamente respiraba. El
robot parecía apagado, sus funciones disminuidas, pero una luz roja encendida sobre uno
de sus ojos parecía indicar que aún lograba mantenerse operativo.
Ambos fueron transportados a la nave y conectados a sistemas de reanimación
apropiados, mientras los miembros de la pequeña tripulación se preparaban para un
regreso lúgubre, cargado de malas nuevas.
II
Sasha Verona contemplaba con espíritu apacible aquel tibio atardecer. Las
nubes teñidas de naranja se deslizaban suavemente sobre el cielo azul, mientras las
distantes montañas parecían reverdecer bajo la luz moribunda. Era un paisaje de
ensueño, matizado por el soplo de una brisa apenas insinuada y el refrescante fluir de un
arroyo cercano.
Sentada sobre la hierba, Sasha sonreía. Tardes como aquella provenían de
sus más queridos recuerdos, aquellos originados desde su infancia, días en los cuales el
mundo parecía deslizarse sobre una alfombra de paz y su dicha estaba garantizada. Ahora,
en su soledad adulta, contemplaba de nuevo las montañas bajo la luz de un atardecer
perfecto, a la sombra de un árbol frondoso, sintiendo la brisa en su rostro y escuchando
con deleite el arroyo discurriendo por su cauce. No había mejor imagen, ni mejor momento.
Hasta que la realidad irrumpía de nuevo. Un sonido brusco, proveniente de
algún lugar cercano, quebró la imagen perfecta y la mujer se vio de pronto de nuevo
sentada en su diminuto balcón urbano, a cuyos pies respiraba una bulliciosa ciudad
moderna.
Desalentada, comprendió que su imagen mental se había arruinado. El ruido
perenne de una ciudad atestada llegaba hasta sus oídos como chirridos molestos. El sol
iluminaba con implacable ardor cada edificio, cada plaza, cada calle o puente que se
había tendido sobre o entre la urbe, mientras un cielo azul perfecto encuadraba la
brillantez de las superficies artificiales dominantes en el paisaje. No había nubes
oscuras ni restos de humaradas en aquellos años de perfecto sistema de desechos tóxicos,
ni el ruido provenía ya de fuentes artificiales. La contaminación de aquella ciudad
estaba en sus habitantes, en sus gestos amargados, sus gritos iracundos o el sonar
incesante de bocinas o llamadas. La paz estaba lejos de lograrse.
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